El fantasma

En el año 1974 cursaba el 4º año del bachillerato en el Colegio Nacional Nº7 Juan Martín de Pueyrredón, en la calle Chacabuco 922 en el barrio de San Telmo.

Era ya en ese entonces un asiduo lector; no necesitaba ningún estímulo para agarrar un libro y ponerme a leer.

Pero la profesora de literatura que tuve ese año (lamento profundamente no recordar su nombre en este momento), me -aunque pienso que nos- mostró que la diversidad de autores y géneros podía depararnos maravillosas sorpresas.

Fue ese año cuando descubrí a Julio Cortázar,con sus cuentos: la noche boca arriba, la isla a mediodía, y muchos otros que nos dejaron con la sensación de que lo increíble, lo maravilloso estaba ahí, al alcance de la mano en una biblioteca.

Descubrimos a Rubén Darío como poeta con Lo fatal.

Yo, que tenía el libro en casa pude seguir su consejo y leí Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé.

Horacio Quiroga y sus cuentos de la selva y los cuentos de amor, de locura y de muerte nos espantaron aunque fuera de día.

Y recuerdo vívidamente cuando se leyó un cuento en clase, que mi memoria equivocadamente atribuyó durante muchísimos años a Quiroga, donde hablaba de un hombre que moría.

Hace apenas unos instantes me encontré con ese cuento.

Se titula El fantasma y es de Enrique Anderson Imbert.

Lo recordaba. Sabía qué pasaba paso a paso.

De todas maneras volvió a pegarme un golpe en el pecho, o en donde sea que guarde mis ideas sobre la muerte y la posible vida posterior.

Es sencillamente maravilloso. Conciso, directo, despiadado, podría decisre.

Les recomiendo leerlo. Es breve.

EL FANTASMA
ENRIQUE ANDERSON IMBERT

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo… Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha…Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! – Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo – pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver – jaula vacía – y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
– ¡No entres! – gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
– ¡Cállate! ¡lo has echado todo a perder! – gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Si… ¡claro!… qué duda había. ¡Era tan natural !
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.

Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo «¡Adiós!» sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.

El origen de la sicalipsis

Desde hace un tiempo que estoy suscripto al boletín de noticias de El Castellano, que se define como La página del idioma español.

Recibo periódicamente noticias referidas a nuestro idioma y un informe llamado La palabra del día, donde puede conocerse la etimología de palabras que -en la mayoría de los casos- usamos diariamente sin saber cuál es su origen.

Normalmente el informe es interesante, aunque a veces, puede resultar sumamente entretenido, por no decir divertido.

En el día de hoy recibí el boletín, que me arrancó una carcajada espontánea.

Fíjense si a ustedes también les causa gracia:

LA PALABRA DEL DÍA

sicalipsis

Significa ‘picardía o malicia referente a temas sexuales’. Este vocablo fue formado arbitrariamente por yuxtaposición de las palabras griegas sykon (higo) y aleipsis (frotar, untar) con base en alguna idea que dejamos librada a la imaginación de cada lector.
Decimos ‘arbitrariamente’ porque la palabra no nos llegó por cierto desde el griego sino que aparece registrada por primera vez en el anuncio de una obra pornográfica publicado en 1902 en el diario El Liberal, de Madrid. El uso más frecuente no es el sicalipsis sino más bien del adjetivo sicalíptico que, más allá de la definición académica reseñada al comienzo, significa ‘obsceno’ o ‘pornográfico’.

Para los que quieran suscribirse al boletín de noticias, pueden hacerlo en El Castellano.

Un loco

Me mira desde la puerta.

El terapeuta me pidió que escribiera algo.

Me dio una hoja en blanco, sin márgenes ni renglones, con la finalidad (seguramente) de saber algo más de mí, especulando con que mi capacidad (o in) de mantener renglones más o menos equidistantes y horizontales pueda darle alguna pista.

Imagino que el tema de respetar o no los márgenes tendrá también, alguna finalidad.

Otro punto a considerar, será seguramente, la letra.

Palabras partidas o unidas, separaciones, inclinación, etc.

Texto tachado o corregido, debe tener también su patología oculta a los ojos de un lego.

¿Tendré que decirle que quizás el «experimento» no sirva cuando el sujeto de estudio está en conocimiento del grueso de detalles que él (el terapeuta) analizará?

¿Si escribo un texto en el que ponga de manifiesto que me encuentro preparado, «podrá ser usado en mi contra»?
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Dejar el trabajo (cuento verdadero)

Cuando era joven no podía entender a los «viejos» que decían que no podían vivir sin trabajar.

Y no me refiero a no poder subsistir por falta de ingresos o por tener una magra jubilación, sino a que el hecho de no trabajar les provocaba una aguda depresión.

¡Poder vivir sin trabajar! Ese era mi sueño.

Ahora que estoy tocando los 50, creo que empiezo a entender a aquellos «viejos».

Hace casi 20 años que estoy trabajando en el mismo lugar. En realidad, debería haber dicho en la misma empresa, porque me fueron cambiando de oficina a medida que iba creciendo como empleado.

Recuerdo que cuando empecé, atendía al público que venía a preguntar si ellos estaban en la lista. Me fijaba en un largo listado; y como casi siempre figuraban, les indicaba a qué oficina debían ir, porque al lado del nombre se indicaba el destino.

No recuerdo bien si fue a los 2 o a los 3 años, que me pasaron a otro sector, en el interior del edificio, en un primer subsuelo, donde debía atender al público que alguien en la entrada había derivado a mi oficina; les tomaba los datos, generaba unas fichas muy completas y luego enviaba a la persona a otra oficina. Inmediatamente debía introducir las fichas en una ranura en la pared, que las aceptaba lentamente, hasta que desaparecían y se encendía una luz verde. Si bien había un tablero con luces de diferentes colores: amarillo, rojo, azul, blanco, anaranjado, nunca las vi encenderse.

Luego de unos 5 años, me dieron el pase a la oficina que se encargaba de preparar unas cajas contenedoras de 30x60x25 que tenían en su tapa una especie de sobre transparente. Las cajas eran de un color que no puedo definir. Según la luz que recibieran, podían verse grisáceas o de un color amarronado. Tenían en una esquina una línea diagonal de más o menos un centímetro de ancho de color celeste. Una vez armadas, las colocaba en una cinta transportadora que las llevaba a través de la pared a otra área.

Si bien no era un trabajo muy «divertido», no era mucha la cantidad de cajas que tenía que hacer. Hablando una vez con un empleado que vino a arreglar la cinta, me enteré de que yo no era el único que hacía esa tarea, que había otros que hacían cajas pero la línea de color era diferente en cada oficina. Lástima que no le pregunté cuántos más hacían el mismo trabajo que yo.
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Matemáticas y diversión

Creo que para la mayoría de nosotros, en la escuela (sobre todo en la secundaria), estudiar matemáticas no sólo era aburrido, sino además incomprensible.

¿Para qué cuernos quería yo saber de ecuaciones con una, dos o chiquicientas incógnitas?

¿Qué utilidad práctica podían tener en el futuro teoremas como el de Pitágoras, que había muerto hacía tanto tiempo?

Era una verdadera pérdida de tiempo. La mayoría de los profesores daban la materia tal como venía «envasada» en el libro de matemáticas. Fórmulas, teorías, demostraciones y soluciones sin ningún «agregado» que las convirtiera en útiles.

Años después, cuando estaba cursando el primer año en la facultad (quise estudiar medicina. Alguna vez hablaré sobre el tema), la solución de un problema de matemáticas, me ayudó años después.
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