Mi amigo el enemigo

Me ha costado mucho dar forma a la idea que desde hace unos cuantos días me da vueltas por la cabeza.

Se me ocurrió que lo mejor era ponerme a escribir y tratar de volcar todo y en el peor de los casos corregir una y otra vez el texto hasta que se parezca a lo que pienso.

Hace poco estuve en Londres, unos pocos días.

Era verano. Salvo un mediodía en el que apareció una nubecita que tapó algo el sol por unos 15 minutos, el calor fue el dominante. Ni una gota de lluvia, ni siquiera una llovizna. Por lo tanto no conozco la ciudad en su versión gris, así que lo que me llevé fue la mejor de las impresiones de Londres. Tan diferente a todas las otras ciudades que he conocido.

En definitiva: Me gustó mucho.

El gran defecto que encontré, es que el transporte es caro.

Aunque se puede llegar a todos lados usando el sistema de subterráneos, el valor del viaje que desde un principio no es barato, cambia según a dónde se vaya.

Londres está dividido en áreas. La central, la número 1 y la más periférica la 6. Si se está en la 1 y el destino queda en la misma área, aunque se haga un trasbordo el valor es el mínimo. Hacer 3 estaciones y cambiar de área, implica un costo mayor. En definitiva, los turistas sacamos la tarjeta Oyster y la usamos hasta que nos vamos. Al irnos, podemos devolverla y nos reintegran algo de dinero. No sé cuánto, porque me quedé con ella, porque mi hijo menor piensa ir para visitar a su hermano y puedo pasársela para que no tenga necesidad de perder tiempo comprando una.

Por poco que se use, 30 Libras (costo tarjeta + carga) no alcanzan para mucho.

Me quedé sin saldo, y en la estación Aldgate, en Whitechapel, que era la que tenía enfrente de mi departamento no hay gente en una ventanilla para cargar nada. Sólo máquinas automáticas. Como no tenía mucho dinero en efectivo, decidí cargarla usando mi tarjeta de crédito y como no quería meter la pata y que la expendedora se la quedara culpándome de algún error de mi parte, busqué a algún empleado del subte para que me asesorara.

Había cerca de los molinetes un señor mayor con uniforme del metro y le pedí ayuda.

Muy amablemente me llevó a una máquina y mientras me explicaba lo sencillo y seguro que era el procedimiento (en ese momento me sentí un cavernícola por no confiar en la tecnología), me preguntó de dónde era.

Cuando le dije que de Argentina, hizo una pequeña pausa, se sonrió y me dijo que él había estado muy cerca de allí.

Sé que hice un gesto levantando las cejas como preguntando dónde habría sido, y antes de poder preguntarle dónde, me miró y me dijo: Malvinas.

Me sorprendieron un par de cosas: la primera, que alguien haya estado en las islas, porque ni son turísticas ni un lugar para ir a buscar trabajo, y la segunda es que las mencionara con el nombre con el que se las bautizó originalmente y que los argentinos seguimos usando.

Inmediatamente me imaginé que por su edad bien podría haber estado en la guerra de Malvinas sirviendo en las fuerzas armadas inglesas.

Le pregunté si había sido durante la guerra y me contó que era artillero de un cañón antiaéreo en un barco.

Continuamos hablando de lo loco que fue esa guerra, a la que un dictador borracho que se bebía 2 botellas de whisky diariamente nos había llevado con el afán de perpetuar la dictadura en nuestro país.

Mientras charlaba con él, me estaba preguntando qué hacía yo, hablando tan alegremente con un enemigo que había querido matar a nuestros soldados, en este caso pilotos de combate que sólo querían…

Y ahí en mi cabeza sonó un CLICK gigantesco.

… matarlo.

Era la profesión de ambos. Matar y que no los maten.

Es muy cierto que todo seguramente tiene más de una mirada. Si me quedaba algún resquemor , desapareció al seguir con la conversación.

Me contó que tenía –si no recuerdo mal- 35 años en ese momento y que cuando volvió a casa, su esposa le dijo que qué hacía él en ese empleo, que ambos eran jóvenes.

Renunció.

Me pareció evidente que lo que había buscado al ingresar a la marina era un trabajo estable, buena cobertura social y no mucho riesgo, porque imagino que nunca se imaginó que podría volver a haber otra guerra en la que los barcos fueran el blanco.

No fueron más de 5 minutos de charla, él estaba trabajando y no podía seguramente abandonar el lugar de trabajo por mucho tiempo, pero le estoy sumamente agradecido por la oportunidad que me dio –sin saberlo- de ponerme en otra vereda. La deferencia que tuvo al mencionar a las islas como Malvinas, si bien luego en la charla fluida las nombró como Falkland, y en el hecho de que parecía contento de hablar con un argentino de ese momento de su vida, porque dio a entender que no se había hecho soldado por vocación de pelear y que la guerra no era lo suyo. Quizás –y aquí doy paso a la fantasía- agradecido de poder hacer su descargo ante el enemigo y que fuera comprendido e incluso apoyado en la idea de que la guerra nunca es una buena idea.

No sé su nombre, él tampoco sabe el mío, nos separamos con un apretón de manos y un “naistumichu” y mi “fue un verdadero placer hablar con vos” en inglés, of course.

Quiero agradecerle a mi “amigo”, el que era mi “enemigo” la buena onda con que me atendió desde un primer momento en que sólo éramos empleado y pasajero, la charla muy personal que tuvo conmigo y el querer un apretón de manos final.

Tal vez él necesitaba desahogarse y yo que no lo sabía, también. Aprendí a ver a las personas un poquito diferente.

Necesitaba contar esta experiencia porque tengo la esperanza de que pueda servirle a más de uno. No voy a decir nada nuevo con la frase: “No todo es lo que parece”.

Gracias por escucharme ahora a mí.

2 comentarios en “Mi amigo el enemigo

  1. Es una verdadera lástima que haya cosas que se tengan que hacer a toro pasado, la conversación no hubiese sido ls misma antes de la revuelta de las Malvinas. Graciad a ti por compartir.

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